Tengo erupciones en los brazos, en el pecho, en la espalda que dejan marcas en mi piel.
En el centro de salud una doctora se pone un guante de latex y apenas me roza. Ella cree que es sarna.
De noche me rasco hasta sangrar y las pastillas me duermen. Me quedo sin palabras en medio del almuerzo y me arrastro hasta el sillón y duermo. Antes de cerrar los ojos siento que soy un perro viejo que busca su rincón en la casa.
Me alejo de mi compañera, me alejo de mi hijo. Las heridas son solo mías.
Vuelvo a trabajar. En los recreos hablan en voz baja de mi situación. Me miran de reojo, buscan las marcas en mis brazos pero yo me escondo. Me quedo solo en la biblioteca llena de cajas con libros embalados que tal vez nunca nadie va a leer. La directora me pregunta cómo me siento.
Antes de irme me piden que no vuelva.
Aprovecho el tiempo y leo revistas culturales, diarios deportivos, poesías de los noventa y todo vuelve a Casas. “Lo único que podemos hacer es superar a nuestros padres o despertarte a mitad de la noche y ver en el otro lado de tu cama a tu mujer llorando es una experiencia importante”.
En el colchón lleno de polillas sacó de mi cabeza la poesía y vuelvo a rascarme con desesperación como queriéndome arrancar la piel.
Las heridas se abren, arden y sangran.
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