sábado, 13 de diciembre de 2014

DIOSES DEL FUEGO

         Me siento en los banquitos de la plazoleta. Me froto las manos y levanto el cuello de la campera. Los vehículos están estacionados, uno detrás de otro. Las luces de las casas apagadas, las ventanas y las puertas cerradas; la calle vacía. El viento helado acaricia y mueve las ramas. Pienso que esta podría ser una buena cuadra.

       El Gordo sale en silencio. Arrastra los pies. Apenas trae un buzo atado a la cintura y una remera mangas cortas, jamás siente frío. Me saluda y le pido que me toque. Con sus manos grandes y pesadas envuelve las mías, luego me acaricia el cuello y se queda un rato hasta que pregunta:

          ¿Ya está?
          Siento que el calor se expande por mi cuerpo a través de la sangre, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Transpiro, las gotas de sudor me acarician las mejillas. Contesto:
          Ya está, dejá de tocarme.

         Caminamos por medio de la calle sin decir ninguna palabra. Nos colgamos leyendo los grafitis en los paredones del colegio. Yo también escribí alguna vez en contra de las monjas y los curas, ahora creo que es una pendejada.

          En una de las esquinas pasa un remís, disminuye la velocidad y hace cambio de luces.
         Ya saben que somos nosotros, le digo al Gordo.
         A mí no me importa, responde.
        Qué te hacés el macho, Gordo grasa. Hay balas que esperan por nosotros.

          Vamos hasta la pasarela. Pasamos por la cancha de básquet de barrio Los Payos. El tablero está roto, en los cables cuelgan zapatillas viejas y en el piso varios tetra briks aplastados tapan el dibujo del león dorado que ruge en medio del campo de juego. Seguimos. A media cuadra del río nos espera el Cuca en la camioneta. En la caja, cubiertas con una colcha, hay dos piedras grandes y un bidón de nafta. El Cuca prende el motor y abre la puerta del acompañante. Las luces bajas se encienden e iluminan la calle llena de tierra. El motor retumba. El humo del caño de escape envuelve el vehículo.

          Apenas nos subimos a la cabina, el Cuca pregunta por el remisero.
          Nos está siguiendo, dice el Gordo.
          Nos quiere agarrar con las manos en la masa, dice el Cuca.
          No sean putos. Va a salir perfecto, digo.
          El Cuca espera que la chata caliente y pone primera.

         Una cuadra antes de que lleguemos saco un Camel y le pido al Gordo que me lo encienda. El Gordo pone el cigarrillo en la boca y con los dedos toca la punta, se concentra, la mirada fija, una vena en la frente se le hincha…nada. Se enoja, rompe el cigarrillo y lo tira. El tabaco se esparce en la alfombra de la camioneta. Con el Cuca nos reímos y lo cargamos, le decimos power grasa. El Gordo nos aprieta las muñecas y esta vez sus palmas queman. Nos suelta cuando gritamos y vemos la calle elegida. En la piel me queda una marca roja y pequeñas ampollas comienzan a crecer.

        El Cuca estaciona la camioneta atrás de la escuela primaria. Apaga el motor y bajamos. Abrimos la compuerta de la caja. El Gordo carga las piedras, yo el bidón. A mitad de cuadra está el Ford Sierra blanco con alerones en la parte de atrás, una calcomanía de Salta en el vidrio y faros anti-niebla.
        ¿Por qué este?, pregunta el Cuca.
         Porque sí, respondo.
        A mí me gusta más la camioneta, dice el Gordo.
        Ya te dije que este no tiene alarma.
        
        Por la esquina pasa un Falcón gris. Nos escondemos detrás de un árbol y nos agachamos. Permanecemos en silencio, agazapados: tres animales a punto de atacar. Se escucha una sirena. Esperamos el momento justo. Respiro, una y otra vez, el pecho se me infla, los hombros se levantan, me lleno de furia. Los ojos se me ponen rojos. Le quito las piedras al Gordo, me acerco al Ford Sierra y golpeo varias veces la ventanilla del lado del conductor. El vidrio estalla y se parte en cientos de pedazos. Hago lo mismo del otro lado, esta vez tengo que envolver la campera en la mano y empujar para que quede el hueco. Por atrás, el Cuca mete la punta del bidón y lo mueve para que el líquido se esparza por el interior del vehículo. Aspiro olor a nafta y siento que me llega a los pulmones. Respiro con la campera en la nariz. 

         El plan funciona a la perfección.

        El Gordo mete la mano, la cierra, la abre y la apoya en el tablero. Una llama sale de su palma. La nafta de a poco comienza a arder. Un hilo azul y rojo se extiende rápidamente a lo largo del caucho. El fuego crece y se multiplica. Una estampita de San Cayetano, colgada del espejo retrovisor, se quema y cae sobre uno de los asientos. Una nube blanca se adueña del interior. El incendio se vuelve incontrolable. El tapizado, la palanca de cambios, el volante, la goma espuma, las alfombras y el tablero de luces arden. El humo sale por los orificios y de a poco la parte de adentro se pierde en una masa uniforme que despide un olor a mezcla de caucho quemado con nafta. El frío se termina y el calor nos arde en la cara. Corremos alrededor del vehículo, nos empujamos, saltamos y gritamos. Tiro patadas al aire como si fuera Bruce Lee. El Gordo mira al cielo, alza los brazos y sonríe, parece otra persona. Los ojos le brillan. Lo abrazo y siento su calor más que nunca. El Cuca arroja hacia arriba el bidón que choca en una rama pelada y cae sobre el yuyo. Los
vidrios comienzan a pintarse de negro. El parabrisas estalla. Corremos.
          Dejamos el lugar mirando para atrás y el auto ya es una bola de fuego. Las luces de algunas casas se encienden, un portón se abre y en la esquina nos detenemos. El humo se eleva en la noche helada y nos damos cuenta de que cualquier persona que esté despierta en algún rincón de la ciudad y mire hacia el cielo, será testigo de nuestra obra. 

         Somos dioses del fuego.

         El Cuca nos apura y subimos a la camioneta. El motor vuelve a retumbar y salimos para el otro lado. Doblamos en la esquina y despacio nos alejamos del lugar que seguramente ya estará lleno de gente preguntándose qué pasó y tratando de apagar lo que ya es imposible.

         Una sirena se escucha y el Cuca mira por el retrovisor a cada rato. A la distancia aparece un auto. El Gordo se pone blanco del miedo y cierra con fuerza las manos. Le digo al Cuca que acelere. En una calle de tierra doblamos, los amortiguadores se hunden en los pozos. Nos alejamos del centro.

       Desaparecemos…


miércoles, 10 de diciembre de 2014

Fecha: martes 16 de diciembre de 2014
Hora: 20:00
Lugar: Favela para habitar (Achaval Rodriguez 267)

Presento mi tercer libro de relatos. 

Marcelo Díaz/ Luciano Lamberti /Cezary Novek /Jorge Toledo hablan sobre el libro y el autor. 

Matias Gomez canta

Mariela Laudecina presenta.

Luciano Pastore y Fabio Martinez leen. 

Brindis- piñata recargada- literatura- Dioses del Fuego




viernes, 28 de febrero de 2014

La catequesis del realismo norteño

Tengo un amigo que vive en Río Cuarto, la ciudad del ídolo de mi adolescencia: Pablo Aimar. 
Mi amigo se llama Marcelo Díaz y es poeta. Tiene varios libros que están muy buenos. Yo no entiendo mucho de poesía pero una vez nos tocó leer juntos en el sótano de una casa y él leyó un poema muy intenso que hablaba del cosmo, de la vida y cuando terminó las personas que estaban escuchando lo aplaudieron de píe. Increíble. 

Pero en realidad no quiero hablar de él, sino de un libro que saqué hace bastante: Despiértenme cuando sea de noche. Es un libro de relatos. Marcelo, mi amigo, siempre me decía que le gustaba mucho ese libro y también me prometía que lo iba a reseñar. El tiempo pasó, pero cuando menos lo esperaba, cumplió su promesa. 

Acá abajo les dejo el link donde pueden leer la crítica de Despiértenme...escrita por un amigo. 

http://www.estonoesunarevista.com.ar/nro029030/eneur.php?pag=2

Al norte, piquetes y cocaína

Pablo Chacón, que vive en Mar del Plata y trabaja para Telam me contactó para hacerme unas preguntas sobre Los Pibes Suicidas.

En el link su blog y las respuestas que contesté

http://www.fronterad.com/?q=bitacoras/pablochacon/al-norte-piquetes-y-cocaina

sábado, 11 de enero de 2014

Literatura de Frontera

Nos juntamos con Nico Morelli y su hermano en un bar de la cañada. Ellos tomaron gaseosa y yo un café. Hablamos de Tartagal, los noventa, la privatización de YPF y los Pibes Suicidas.
Abajo, en el link está la entrevista completa.

Entren y lean:  http://issuu.com/revistamaple/docs/revista_maple__7

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Prefiero Mi Arte

Gente con swing

A veces para bailar no hace falta mover los pies. El vino ayuda a soltar la timidez, a compartir charlas con extraños, a pasarlo bien. De eso nos habla Fabio Martinez en ésta crónica.
Tengo problemas con mi editor, son problemas editoriales, no personales. Los dos (Maigua y yo) sabemos que esto va más allá de la amistad. Hace tres meses publiqué una novela “Los pibes suicidas”, pensaba que iba a ser la novela de nuestra generación, que los críticos iban a hablar de ella a lo largo del país y que en Tartagal sus habitantes iban a tener un ejemplar debajo de la almohada y antes de dormir lo leerían como si fuera la biblia,  pero nada de eso ocurrió. Vendimos 200 libros, mucho menos que Despiértenme cuando sea de noche (también publicado por Nudista). Yo sostengo que la novela está cara, que 90 pesos para un autor que lo conoce sólo sus padres y un par de amigos es mucho, pero Maigua dice que no, que tenga paciencia, que el precio es una forma de prestigio, que no puede salir más barata y que yo debería venderme más. Que utilicé más el face, que visite talleres literarios, que vaya a más presentaciones y hable con los escritores, con los futuros escritores, los amantes de los escritores,  lectores y colados que van sólo por el vino y sea sobre todo ingenioso y con sentido del humor.
Así llego a Prefiero Mi Arte. Nunca escuché el programa, al principio no entendía la invitación y no quería ir porque los martes juego al fútbol, pero la voz de Maigua me taladraba la cabeza (vendete, vendete, vendete) así que acepté.



Llegué a la Casa del Pepino al horario pactado. La puerta estaba cerrada y adentro se escuchaban voces. Una chica rubia me abrió. Soy Fabio Martinez, le dije y ella se rió. Que pensabas que te iba a pedir documento, dijo y me invitó a pasar. Se presentó como La Rusa y me informó que estaba a cargo de la parte web del programa. En el mismo lugar dónde los sábados hay títeres había una mesa rodeada de sillas. Saludé a los que se cruzaron en mi camino y me senté en el lugar asignado. Lápices de colores y fotocopias con la imagen de un conejo cubrían la superficie. No conocía a nadie y ellos tampoco me conocían, no sabían los libros que había escrito, ni de dónde venía. Me sentí sólo por primera vez en la noche y me pregunté a mi mismo ¿qué hago acá? Pero justo me di cuenta que arriba de un mueble había tres vinos y entre los invitados estaba José Heinz, periodista de Ciudad X y conocido. Me puse a conversar con él. Le pregunté por la Ley de medios y el fallo de la Corte como para hablar de algo. Él me preguntó por la novela y le lloré la carta. Le dije lo mismo que le digo a Maigua cada vez que lo veo. Heinz escuchaba con porte de psicólogo y de vez en cuando metía un bocado, cuando la charla se puso interesante le sonó el teléfono y atendió afuera de la habitación.
El resto de los invitados comenzó a llegar. Al frente mío se sentó Martha Chiarlo, una señora grande que trajo varias pinturas, al lado Emilce Martinez, del grupo de teatro Chimango y dando vueltas y sacando fotos estaba Gastón Malgieri. En lo único que pensaba en ese momento era en vino, vino, vino. El musicalizador, Federico Peyrano llegó con un amigo, un Malbec en la mano y un sacacorchos en la otra. Tenía ganas de decirle que lo abriera pero el programa arrancó y no me dio tiempo.

Los conductores, Marcos y Natalia empezaron bien arriba, le metían onda y eran ingeniosos. Martha Chiarlo se robó el principio, contaba anécdotas de manera graciosa, con mucho swing y parecía destinada a devorarse el programa. En ese momento pensé que estaba perdido. Si algo me falta, y mucho es ingenio. Cuando llegó el momento de mi presentación y me preguntaron cómo había llegado acá, no sabía que decir y en la urgente necesidad de tener que responder,  por segunda vez en la noche lloré la carta: que nadie habla de mi novela y bla, bla y bla. Para mi sorpresa causó gracia y en ese momento me empezó a caer muy bien Natalia porque era la que más se reía. Me hizo acordar a un gran amigo de mi infancia y adolescencia que se reía de todas las casas que decías y te hacía sentir el tipo más gracioso del mundo.

En un momento de la noche los conductores hablaron de sorteos y premios. La consigna era más o menos así: cada invitado debía contar una experiencia relacionada con ese tema. Otra vez Martha Chiarlo se lució y Emilce Martínez también. Pensaba qué mierda puedo contar que cause gracia pero no se me ocurría nada. Soy un gran perdedor, lo único que gané en mi vida fue un microondas en una rifa de la escuela pero eso no tiene nada de gracia. Entonces lo miré al invitado musical que seguía con el sacacorchos en la mano, haciéndolo girar en uno de sus dedos y con mi mente le dije: abrí el vino, abrí el vino. No sé porque uno cree que con medio litro de vino encima puede ser más ingenioso. Obviamente la telepatía no funcionó y tuve que contestar. Conté la historia del microondas y para mí fue lamentable, me quise hacer el gracioso y no me salió pero a Natalia poco le importó y se rió.
No sé si para el segundo o tercer bloque ya quería abrir el vino con los dientes pero por suerte las botellas aparecieron en la mesa. Me serví un poco y saboree el tinto, ya está, pensé, todo solucionado, ahora sí puedo ser el tipo más gracioso de la noche. Pero no hizo falta. Con Heinz competíamos quién bajaba primero el vaso, parecían que estaban pinchados.

Llegó el turno de Emilce Martínez y nos habló de la obra de teatro S.o.s.pechoZAZ! que ella misma escribió y están llevando a escena con el grupo Chimango. Dijo que era una buena oportunidad para ver chicas lindas y yo tuve ganas de preguntar si esas chicas lindas mostraban algo, pero al final guardé silencio, no quería quedar como un baboso.
Silvina, la productora, cuando me invitó por e mail al programa había prometido comida gourmet pero justo ese día el chef se enfermó así que comimos sánguches de migas que la verdad estaban muy buenos. Comí uno detrás de otro y a esa altura de la noche ya me sentía bastante cómodo. Vino y comida gratis, que más se puede pedir para ser feliz. Me serví lo último que quedaba en una de las botellas y escuché al musicalizador decirle al amigo por lo bajo “y… es salteño”.
El bloque de medios que le tocaba a Jose Heinz lo viví desde la ventana. Me di cuenta que había una admiración implícita hacía él. Los conductores parecían leer con devoción sus artículos. Me llamó la atención que desde los 21 años trabaja en la Voz. A esa edad, yo andaba caminando por el desierto, el diablo me tentaba a cada rato y me encantaba.

La Eventera se arrimó a la mesa con una remera llena de granadas. Hizo su columna de manera certera. Me pareció un punto alto del programa, fue como darle un giro a las carteleras y por otro lado demostró que no hace falta ser un cumulo de frases ingeniosas para hacer algo convincente.
A esa altura de la noche todos me caían bien. El fotógrafo había dejado de girar alrededor de la mesa y esperaba sentado. La productora también se había cansado de hacerles señas a los conductores para que cerraran las notas. Heinz habló muy bien de Delivery, un cuento de Despiértenme… y cuando me preguntaron cómo se escribía una novela dije cualquier cosa. Antes de que finalizara el programa el fotógrafo, Gastón Malgieri, habló por primera vez para explicar su foto y fue contundente. Criticó a la policía de Córdoba y al Código de faltas. Tuve ganas de decir que yo había ido a la marcha de ADN pero para qué agregar más, Malgieri había sido claro y potente, todo lo que yo podría haber dicho seguramente iba a arruinar el mensaje.
El programa terminó pasadas las doce. Me despedí de la mayoría de manera efusiva, con abrazos y prometiendo que iba a volver a tomar más vino y comer la comida del Chef. Salí del lugar renovado y con el gusto del Malbec en la boca.

Junto a Heinz y la Eventera partimos rumbo a Alberdi. Tenía ganas de caminar por la ciudad dormida y ver “el brillante y vacío cielo” como el pasajero de Iggy Pop pero Heinz levantó el brazo a la media cuadra y detuvo un taxi. Nos subimos y en el retorno cuando tomamos la Cañada, Heinz nos contó una historia terrible que había pasado esa tarde en un edificio que está a la vuelta de casa. Nos dejó mudo y una tensión latente quedó flotando en el aire. Cada uno se bajó en su parada, y ellos pagaron el viaje.

sábado, 7 de diciembre de 2013

El cuento raro

Hace quince o veinte días que no escribo. A esta altura del año tengo la cabeza oxidada. No me siento mal por escribir nada, lo tomo con calma, es más a veces me pregunto ¿a quién le importa lo que escribimos? 
A este tiempo lo uso como descanso, intento que mi mente se limpie, no sé si lo voy a lograr. 

Para entrar en ritmo voy a corregir cuentos viejos. Según el guru literario L.L todo libro de cuentos tiene dos relatos buenos, uno raro y lo demás relleno. El cuento que estoy o  estaba trabajando antes de que sucediera lo de la cabeza oxidada es el texto raro. La historia es real, fue lo que le pasó a un amigo. En primera instancia lo había incluido en la novela, pero en la corrección tuve que sacar a un par de personajes y el Abuelo se quedó afuera. Lo trabajé como cuento, lo modifiqué y lo llevé a una clínica literaria: lo destrozaron. Lo volví a reescribir y no sé si funciona. En breve lo subo para que la gente que pasa por acá me de una mano a ver si puede andar. El cuento se llama: Fantasmas invisibles en una ciudad apagada.