domingo, 16 de mayo de 2010

Cuento publicado en la Voz del Interior


La manera de ver las cosas también cambia



Yo era de esos chicos que pensaban que las novias deberían ser puritanas, fieles y no salir a emborracharse de noche ni fumar de día.

Cómo me gustaría que seas como esas chicas que andan en bici de tarde y ven películas románticas antes de dormir, le decía a mi novia; pero ella se subía al primer auto que veía, prendía un pucho, bajaba la ventanilla y tiraba el humo en forma de argollas.

Una noche de carnaval con el aerosol de agua nieve en la mano me dijo que ya no quería salir más conmigo. Antes de irse me tiró nieve en la cara, me regaló una última sonrisa y dijo: no te pongas mal, changuito.

La volví a ver un montón de veces, el lugar donde vivíamos era chico, y la cruzaba siempre en los videojuegos.

En Córdoba, el fotógrafo hablaba un poco del fin del mundo y mucho de sus proyectos.

Éramos cuatro en un resto bar lleno de luces, detalles y gente. Pato se entusiasmaba con el 2012 como siempre lo hizo desde la secundaria. Jorge y yo escuchábamos y preferíamos el fin del mundo antes que los proyectos del fotógrafo. Hablaba mucho de progreso y de no ser un fracasado. Esa noche comimos y tomamos varias cervezas. Pato con dos vasos y un trozo de pan recreó el sol, la luna y la tierra. En esa cena me gasté los últimos pesos que me quedaban en el mes y volví a casa en colectivo. Me arrepentí de no haberle preguntado a Pato por Tartagal y por ella.

Los días de semana volvía tarde del trabajo. El farol de afuera prendido; adentro, la casa silenciosa y oscura me esperaba. Cerraba con llave y como cuando era niño prendía todas las luces a mi alcance. Algunas cosas nunca cambian. En la cocina mamá me dejaba la comida lista. Cenaba solo y a veces sentía que algo me faltaba.

Una vez volví a mi pueblo y pasé por el lugar donde estaban los videojuegos y ahora funciona una heladería. Seguí mi camino y me senté en uno de los bancos de la plaza.

Prendí un cigarrillo y miré los autos y las motos que pasaban. Saludé a algunos conocidos de manera fría, sin dejar el banco, apenas levantando mi mano y esperé. Me quedé hasta tarde. Ella nunca pasó.

En el viaje de vuelta me convencí a mí mismo de que yo tampoco la quería ver. Las cosas cambian, me dije, y me tiré a dormir apoyando mi cabeza sobre la ventana.

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