Al frente de mi casa había tres canchas de fútbol, una pileta vacía y un quincho dónde hacían asado y vendían gaseosas y cervezas. A la tarde, antes de que llegaran los chicos de la escuelita de fútbol, con mi hijo nos cruzábamos al frente y pateábamos una pelota roja. A veces sacaba el celular y lo filmaba y él corría de un arco a otro y gritaba los goles como si fuera una final del mundo.
Los miercoles a la noche las canchas se llenaban de policías y la cuadra de autos. Los oficiales de la ley armaban pequeños torneos. Pero no era divertido verlos, el equipo del comisario siempre ganaba y apenas si se rozaban las canillas. En cambio los domingos venían los peruanos y en la cancha se jugaban la vida. Tendrían que haber visto las patadas que se pegaban. Pero nadie decía nada. Se la bancaban como caballeros y corrían como endemoniados. Había uno que la pisaba y le decían el Riquelme andino. Con mi hijo nos pasábamos horas viendo esos partidos.
La semana pasada la escuelita terminó sus clases. Se hizo un acto, se entregaron trofesos, vinieron los padres. Se fueron contentos.
A los dos días se llevaron los arcos, el alambrados, las sillas, las mesas y desarmaron el quincho. Cuando ya no quedaba nada una topadora volteó los escombros. Ahora no queda nada. Es un descampado. Como si un tornado hubiera arrasado con esa esquina.
A veces con mi hijo nos paramos en el balcón y vemos la pileta sin agua. Nada más y él me mira como queriendo que le explique qué pasó con la cancha de fútbol. Pero no sé que decirle, así que nos quedamos callados y seguimos contemplado el vacío.
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